Mamá, madre, mami, mamita, ama… Muchas palabras para definir a nuestra MADRE con mayúsculas.

La madre, mujer que nos da la vida. La madre, mujer que nos da a luz, que nos trae a la TIERRA, que es a su vez nuestra madre.

Cuando somos pequeños la adoramos. No hay nada mejor ni más grande que nuestra mamá. A veces nos riñe, a veces nos besa; a veces se ríe con nosotros, a veces llora con nosotros; a veces nos pega… a veces nos grita… a veces nos abandona, a veces no nos deja volar. Siempre nos ama con locura, a pesar de que en algunas ocasiones no lo parezca. Y nosotros siempre la adoramos.

La madre siempre lo hace lo mejor que puede, lo mejor que sabe, lo mejor de lo que es capaz.

Cuando vamos creciendo, cuando somos adolescentes, comenzamos a odiarla, o a tratar de ser diferentes a ella. Ella sigue ahí. Aguanta nuestras malas contestaciones; aguanta nuestras salidas de tono. Y está siempre que la necesitamos… o casi siempre.

Cuando nos hacemos adultos, comenzamos a conocerla. Muchas de sus cosas no nos gustan; otras sí. La queremos, pero no siempre nos gusta parecernos a ella. Hay madres que se inmiscuyen en nuestras vidas, en nuestro matrimonio… Hay madres castradoras y críticas. Y también hay madres comprensivas, independientes. De todo hay. Infinitas combinaciones.

Cuando estás en un proceso de terapia, de autonocimiento y de crecimiento personal, es muy habitual que odies (sí, que odies) a tu madre. Dicen que hay que «matar a la madre» para ser uno mismo. Si no la mataste en la adolescencia, la matarás de adulto. Te sientes mal porque no la soportas, porque no te gusta parecerte a ella, porque deseas no verla en una temporada, porque deseas mandarla a la m… En ocasiones lo haces realmente; otras veces lo imaginas. Entonces nos sentimos mal, nos sentimos culpables, desagradecidos… Pero este proceso es necesario.

Y de pronto ocurre el milagro. De pronto ves, en esa mujer mayor, con sus despistes, sus olvidos, sus manías… Ves a esa mami que te cuidaba cuando eras pequeño. Ves esas manos que para ti eran las más bellas del mundo. Ves esos ojos con los que soñabas, que te miraban cuando te daba el biberón. Ves a esa mujer que te llevaba al colegio, y te traía un regalo, o te cuidaba cuando estabas enfermo.

De pronto los olvidos te hacen gracia y eres capaz de reírte con ella. De pronto cuando ella te repite lo mismo mil veces seguidas, te imaginas a ti mismo de pequeño haciéndole las mismas preguntas una y otra vez. Y cuando escuchas su voz, escuchas la voz de una mujer que se hace mayor, que te quiere con locura (aunque a veces no lo demuestre), pero a la que le falla la memoria, o le fallan las piernas.

Ya no es la mamá omnipotente y omnipresente que todo lo arregla; le falla la vista, le fallan las ganas. Pero si te fijas, tiene su olor; tiene su sonrisa. Es la mujer que te dio la vida. Y hasta que no abrazamos a la MADRE, la acogemos, la perdonamos y volvemos a amarla, no podremos tener una vida plena. Abraza a la madre y abrazarás a la vida.

Una vez me dijeron: Siembra tus raíces en la tierra hasta las caderas, y tendrás una vida plena y feliz. Al fin lo he comprendido. 

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